jueves, 16 de abril de 2020

La literatura esquizofrénica benigna de Rafael García Maldonado



Esta entrevista se redactó el pasado 24 de noviembre de 2019.

Un bar. Una mesa. Un agua con gas. Un té verde. Un folio. Dos libros. Dos personas. Dos camareros. Miles de palabras. Pensamientos, reflexiones. El tiempo vuela sin prestarle atención. No hay prisa. Lo que importa es el ahora. Se sirve el agua con gas que ha pedido mientras saca lo que parece ser un bolígrafo de su chaqueta y lo deja sobre la novela de bolsillo.

Ni es un bolígrafo ni es una novela.

Rafael García Maldonado se interesa por el motivo de esta entrevista. Ha llegado ocho minutos antes de la hora acordada. Son las 19,30 cuando la grabadora se pone en marcha. Puntualidad máxima.

No recuerda que tuviese vocación por la escritura de pequeño. Le gustaban más los libros que los juguetes. Empezó a leer desde muy temprana edad. Cuenta que sus padres eran muy lectores y tenían una biblioteca inmensa. Juega con sus dedos índice y pulgar. Se mira las manos. Está recordando.

—Había tantos libros que los usábamos mi hermano y yo de porterías para jugar.

Sonríe. Remarca que no les obligaron a leer, sino que fue por ósmosis, por tener los libros tan cerca. Leer es su pasión. Confiesa que incluso más que la escritura y que no le importaría no publicar, pero sí dejar de leer. Para él es sagrado. Le dedica una media de dos horas al día y le cuesta no hacerlo. Tampoco quiere dejarlo.

—Me acuesto con un cargo de conciencia como si fuese un pecado. Para mí la lectura es lo más importante.

Mira a su alrededor. Se fija en cada detalle de aquel bar de Fuengirola. En el pequeño rincón hay tres mesas más vacías de metal. A la derecha, la barra. En las paredes hay cuadros colgados que combinan con la decoración de color verde, con hojas puntiagudas, que está en la pared del centro. Dentro está el nombre del lugar: La Canasta. De fondo suena una canción de Lola Índigo.

Alza la vista y explica que en 2011 y recién casado es cuando vio clarísima la primera historia, El trapero del tiempo. Creía no tener mucha idea de la escritura, pero la crítica, para su sorpresa, la trató muy bien —sonríe ligeramente—, y a los lectores también les gustó. Después de seis años desde su publicación se está negociando su traducción al alemán.

—Soy un escritor muy diferente a los escritores clásicos en el sentido de que yo no hago mucha vida literaria, no me gustan los festivales literarios, no me gustan las copas con escritores… —cuenta con la mirada fija al frente.

Compagina su trabajo con la escritura. Es farmacéutico en Coín y tiene un horario fijo para escribir: desde las tres de la tarde hasta las cinco. Defiende que es mejor compatibilizar su trabajo que dedicarse plenamente a ello: —Mi experiencia con el alma humana y con la vida real sería muy pobre. Estar todo el día, en mi caso, tratando con pacientes y enfermos enriquece los libros. Estar todo el día en tu casa con las pantuflas “a ver qué se me ocurre", la literatura se empobrece. La gente que vive de eso está en tensión por las críticas y por si se va a vender bien, al final se malvive.

Se acerca el vaso a los labios y bebe un trago después de explicar sus inicios literarios. Descansa por unos segundos la voz. Coge lo que parece ser un bolígrafo y juega con él. Gira el tapón. Confirma que le apasiona la historia y, lo que más, la Guerra Civil de España. Dice que es el acontecimiento más importante del país desde el descubrimiento de América. Dividió a la sociedad en dos y todavía quedan secuelas de eso.

—Solo me separa de una guerra mi abuelo —mira fijamente al frente y muestra las palmas de sus manos, pegadas a la mesa—. Hasta mi abuelo todos los hombres de toda la historia de la humanidad fueron a una guerra. Nosotros somos la segunda generación que no vamos. Un acontecimiento brutal que ni siquiera está claro todavía, no hay un relato exacto —le pone ímpetu a la última palabra— de lo que pasó en la guerra. Una cosa tan espantosa, tan grande, tan brutal y todavía hoy no se ponen de acuerdo los historiadores.

Su lado positivo es el nicho de historias para novelar y hacer cuentos.

Majer es aquel lugar mítico al que acude para escribir. Es un territorio ficticio que inventan algunos escritores, pero con cierta semejanza a la realidad más cercana suya porque es lo que conocen. Majer es el de Rafael, solo él lo conoce. Aunque se asemeja a Mijas y a Vejer de la Frontera. Rescata una frase de Moby Dick con la que define ese pueblo imaginario: "Solo los lugares que no se pueden poner en el mapa son los que existen en la realidad".

—En mis cuentos hay mucha lírica pero también mucha épica. Esa es la clave. Para mí no es tan importante el argumento, sino cómo se cuenta la historia, lo que es el estilo del escritor. Tú, dentro de 20 años, de todo lo que te has leído te acordarás muy poco. Lo que mejor recuerdes sobre la atmósfera y pienses en esa novela, esa tiene un buen escrito. Lo demás es información, como cuando ves una serie, ¡pam!, ¡pam!, ¡pam! —imita el sonido del mano, acompañado con la mano izquierda—. La obra que perdura es la que tiene un estilo potente y una gran ambición.

Bebe.

—¿Cómo definiría su estilo?

Deja el vaso sobre la mesa y mira hacia la derecha. Repite lo que varios lectores le dicen sobre su primera novela y es que no la entienden. Parafrasea a Juan Benet, escritor que tanto le marcó: "Un escritor es un crítico frustrado, al que le gustaría entender mejor su propia obra".

Tarda veinte minutos en empezar a redactar, dice que son perdidos. Tiene un horario fijo: se encierra de 15 a 17. Se queda sentado hasta que le visitan los personajes.

—Para mí, la literatura es una esquizofrenia benigna, yo oigo voces —mueve sus manos cerca de ambas orejas—. No estoy loco, pero yo me siento y me habla un personaje, me habla otro, y yo solamente pongo la mano —imita el gesto de escribir sobre la mesa.

Le gusta más trabajar en tercera persona, la voz de un testigo. Busca a alguien cercano con la vista. Visualiza a una joven, de unos 15 años, con trenzas africanas.

—Imagínate que su novela empieza así: "Lo vi entrar con un libro en la mano, llegó una chica...", pero no sabe ni quién eres tú ni quién soy yo. Eso es solo el punto de vista de ella y está contando la historia. "Esa chica llegó, será su amante, será su hija que no reconoce…", lo que se te ocurra. A mí me interesa mucho eso. Yo entiendo que mis libros no son fáciles, pero yo tampoco me considero muy claro interiormente y al final uno pone lo que tiene.

Confiesa que si tuviera que definir su estilo, no escribiría. Eso es trabajo de los lectores y de los críticos. Vuelve a parafrasear a Benet con el ejemplo de la bailarina rusa, que baila porque no sabe cómo lo hace, pero que si lo supiera, lo dejaría.

El protagonista de Por un perro sin tumba es un labrador negro, pero apenas aparece. Es un recurso narrativo que también empleó en El trapero del tiempo. La desaparición del animal une a los personajes. Elige a esta mascota porque le gustan y los conoce. 

Bebe.

—¿Se considera animalista?

Deja el vaso y pasan tres segundos. Mira la mesa.

—Me lo considero, no exactamente animalista porque creo que ha llegado eso a ser una religión —se coloca las mangas del jersey azul marino con las de la camisa blanca.

Es antitaurino. Entiende la brutalidad que se hace en las granjas. Califica de indecente a aquella persona que no sea animalista. Pero sostiene que el movimiento está llegando a unas cotas ridículas y a un fanatismo perjudicial. Tiene dos perros y tiene claro que son perros, no personas. 

—No por meter al perro en la cama quieres más al perro que yo —concluye.

—La frase que dice Antúnez que ve a Dios a través...

—...de los ojos del perro —remata.

—¿Lo vivió usted?

—No. Nadie sabe cómo es Dios.

Rafael se considera agnóstico y admirador de Spinoza. Para él, Dios es una intuición del día a día. Pacientes que le agradecen el trato y le dan la mano, besar a su mujer, la literatura, la música. Confiesa que, conduciendo de camino a Sevilla, se emocionó al escuchar unos valses de Schubert que no conocía.

—Yo considero a Dios en mi hijo, que hoy le he recogido de inglés y ha venido corriendo a mí gritando ¡papi, papi! —imita los gestos del pequeño elevando las manos.

Con el feminismo le pasa lo mismo que con el animalismo. Defiende que es feminista, aunque se educó en un colegio privado y religioso y tiene algunos tics que corrige. Explica que en su etapa en la universidad, en 1999, el mundo era más abierto. Dice que hay una igualdad real y que es mentira que haya una brecha salarial, que eso se debe a que se comparan distintas profesiones, ya que los hombres eligen ingeniería o derecho y las mujeres otras carreras. Además, culpabiliza a los medios de comunicación por amplificar las noticias machistas.

—Ahora parece que hay un horror y de un victimismo tremendo que nos están matando. Evidentemente hay crímenes, pero ha habido siempre. Hay un movimiento dentro del feminismo que se va a cargar lo bien que lo estamos haciendo, que se está cargando el feminismo verdadero, me parece impertinente —eleva las cejas indignado mientras mueve la manos—. Soy muy crítico con algunas feministas que, desde mi punto de vista, han perdido el juicio. 

Vuelve a beber.

Tiene claro que sus obras no son para entretener y busca al lector "listo", no al consumidor habitual de novelas negras y al "gran público", con el que siente rechazo porque ven telebasura y están todo el día enganchados al móvil. Pero él le tiene mucho respeto a la literatura y a sus lectores. Parafrasea a Bach en lo que dice que es una clave: “Yo toco y compongo cada día como si en la sala estuviese el mayor entendido de música del mundo. Lo normal es que no esté, pero yo toco como si estuviera". Lo aplica a sus libros.

—Intento hacer una obra muy exigente que yo sé que no tendrá 20.000 personas detrás, pero, ¿quién sabe? —Levanta las manos y las deja caer sobre la mesa—. Yo sé que no son fáciles, ahora vienen dos cosas nuevas que tampoco son fáciles, pero creo que son buenas. Si no, no las publicaría.

—¿Qué son esas dos cosas?

—Desde hace siete años escribo unos diarios personales, pero a modo literario, no “me he tomado un agua con gas" —coge la botella—. Son muy reflexivos sobre el día a día, meditación existencial, literaria.

Pone frases de libros que le gustan, casos de pacientes —sin dar nombres— a los que ha ayudado en la farmacia. Empieza con un niño con una enfermedad renal y lo mucho que le marcó esa experiencia. En enero o febrero se publica la primera parte, que es de 2014 y 2015. Las publicaciones serán de dos años. Una al año.

—El libro de cuentos que ahora publico se llama Si yo de ti me olvidara, Jerusalén y va mucho sobre cómo marca en una persona el haberte criado de pequeño con el sentimiento de culpa cristiana, del pecado, que hay cuidándote un Dios, ese cura siniestro que te preguntaba unas cosas horribles. Todo eso a mí me marcó porque yo era un niño muy sensible, lector, retraído, asustadizo. Era feliz con mis libros, no necesitaba estar permanentemente con gente.

Sobre la documentación y el proceso de creación de Por un perro sin tumba, no recuerda cuánto tiempo fue, pero en la novela acumula sus experiencias de 30 años de vida. Le gustan mucho las citas, y cita a Picasso: "Llevo preparándome toda una vida para hacer este lienzo". Lo extrapola a su literatura. 

Abre la botella de agua con gas y se rellena el vaso.

—Un cuento —mira el libro que está a su lado y lo coge. No era una novela, es un cuento— requiere más concentración y en 10 o 15 páginas tienes que contarlo todo. A mí me apasiona. Es un género que está hundido porque en estos tiempos es muy elitista. Los cuentos se han quedado para la alta literatura. A mí me gustan casi más que la novela.

Confiesa que escribe primero todo a mano con la pluma —no era un bolígrafo— y luego lo pasa al ordenador. Se define como fetichista del objeto. Le encantan los libros, tocarlos, pasar las páginas, la calidad del papel. Y defiende a las pequeñas editoriales más que a las grandes.

Bebe.

—¿En los personajes hay algo de usted o son solo las voces que oye?

—Esa pregunta es clave —se reincorpora y apoya los codos sobre la mesa—. Hoy día, uno de los géneros dentro de la novela es la autoficción. A mí no me gusta. Es usar tu vida para contar una novela. Hay un montón de gente que se ha pasado a que el personaje de la novela se llame Rafa o Mar —señala a ambas personas—, que tú mismo cuentes tu vida. A mí eso no me interesa nada. Lo hacen los que son malos novelistas, no son escritores, son periodistas o ególatras.

Reconoce que se siente solo. Explica que Conrad, uno de sus autores favoritos, dice que el ser humano prácticamente es soledad y temor. Rafael plantea que, en el fondo, estamos solos. No conoce bien a gente que quiere mucho, ni siquiera a su mujer.

La literatura, señala, es "la cara B" de las redes sociales, donde la gente se muestra alegre, y escribiendo hay dolor, soledad y la necesidad de un mundo mejor. Añade que aquellos que parecen más felices en sus perfiles son inversamente proporcionales en el sufrimiento personal.

—En la página 92 nombra a un joven farmacéutico de Coín. ¿Es usted?

Coge el libro. Busca la página. Da con la frase. La lee. Se ríe.

—Se llama metaliteratura. Me meto yo, como Cervantes en El Quijote. Además, este personaje existe... Safont. 

Cierra el libro y lo vuelve a dejar sobre la mesa. 

Admite que le ha "prestado" algunas de sus experiencias a Antonio Antúnez, uno de los cuatro personajes principales de la novela, pero insiste en que no es él y que también está presente su tormento de culpabilidad y el cargo de conciencia que tiene el cura.

—Todavía no me he quitado esa losa. Hice una vida normal: leí, terminé la carrera muy bien, tenía mi grupo, he tenido muchas relaciones… Pero a un niño sensible, quizás porque leía y me abrió mucho la cabeza o hacer preguntas irresolubles. El tormento del cura, de la culpa, que era homosexual y tal… Creo que todos lo tenemos ante cualquier cosa. Creo que en toda mi vida viviré con Dios mirándome hasta en cosas íntimas —sonríe y vuelve a beber.

También le gusta el mar. De hecho, tiene el título de patrón de yate de barco grande a vela, que puede irse hasta Mallorca, para entender mejor las novelas del mar, que le encantan.

—Si ya estoy encerrado horas solo leyendo y escribiendo, ya para que encima cuando tenga un rato me vaya a navegar. Mi mujer me mata —bromea.

No podría vivir sin mar y no se quiere imaginar una vida distinta a la que tiene. Tampoco tuvo la elección de elegir, tenía una tradición familiar de médicos y farmacéuticos y la siguió al ser el mayor de los hermanos. Pero piensa en otra posible vida en la que habría estudiado literatura o filosofía y no cree que le hubiera ido mejor.

Sobre el periodismo, argumenta que hay mucha competencia y aconseja que hay que diferenciarse y destacar sobre el resto. Hay que leer lo máximo posible y tener mucha experiencia. Es una profesión muy vocacional.

Profesores de periodismo, que él conoce, están horrorizados porque sus alumnos llegan al grado sin leer ni siquiera periódicos. Defiende que eso es imposible y tiene que cambiar.

Juega con la botella y la pasea hasta el otro lado de la mesa.

Las distintas personas del local se van. Otras entran. Suena la cafetera de la barra. El camarero hace ruido al colocar las tazas sobre los platos. Pero suena lejano. Se ha creado una especie de burbuja en la que solo importa lo que se dice en esa mesa.

También hay tiempo para hablar de la serie Malaka

—El mundo es así. En las películas idealizan a los policías. El éxito de Malaka ha sido que esa es la realidad. Esa mierda y chusmerío de La Palmilla. No es como el CSI ni esas cosas, y más en España. Los policías, las reacciones y la corrupción son así. No hay semana que no se detenga a un policía por traficar con droga.

—Como malagueño, ¿le ha molestado el uso de topicazos?

—Todo el mundo se queda con las luces de la calle Larios, el centro… Pero Málaga son 600.000 habitantes y hay una parte que ni goza eso, que es pobre y pasa dificultades, está en sitios conflictivos y tiene que salir también. No es solo cruceros, el Pimpi y el Muelle Uno. Málaga de Malaka es más real que lo otro. Constructores corruptos, droga, policías turbios. Eso está y hay que mostrarlo.

Vuelve a beber. Se acaba lo que queda en el vaso. Se para la grabadora.

Rafael García Maldonado es un lector empedernido con vocación literaria. Oye las voces de los personajes de sus novelas y únicamente escribe lo que le dicen. Se considera feminista y animalista, aunque discrepa con la dirección que toman ambos movimientos. Es reflexivo y profundiza en la psique humana. Su profesión le ayuda a tener una visión distinta. No cree en Dios, pero en su infancia ha estado presente. Majer es su lugar para evadirse y crear. Le encanta Málaga y ama el mar, le costaría alejarse. Fan de las citas, de Conrad, de Benet y de la música clásica. Su literatura no es fácil de comprender, tampoco él, pero, parafraseándole, nadie conoce a nadie realmente y hay que leer todos los días.

Escrito por Mar Bassa.

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